sábado, 2 de marzo de 2013

El amor por el dinero I


Casiano el Romano  en la Filocalia habla al Obispo Castor de ocho diferentes vicios. Hoy y mañana hablaremos del amor al dinero, algo que se ha definido como, raíz de todos los males.

La batalla es contra el espíritu del amor por el dinero, espíritu que es extraño a la naturaleza, y que en el monje tiene su origen en la falta de fe. Es así como los impulsos de las otras pasiones, es decir, de la ira y de la concupiscencia, parecen partir del cuerpo mismo, y de alguna manera, su principio está en la naturaleza misma: por este motivo son vencidos después de mucho tiempo. Sin embargo, el mal del amor por el dinero viene desde lo externo, y puede ser eliminado fácilmente si estamos atentos y solícitos. Pero si se lo descuida, se convierte en una pasión más letal que las otras, y difícil de sacar. Es, como dice el Apóstol, la raíz de todos los males.

Observemos cómo las actitudes naturales del cuerpo se pueden notar no solamente en los niños que aun no tienen conocimiento del bien y del mal, sino también en los niños más pequeños, aun lactantes, en los cuales no hay trazas de voluptuosidad y que, sin embargo, muestran en su carne, sus actitudes naturales. Del mismo modo, podemos ver en los niños la reacción de la ira, cuando los vemos excitados contra el que los ha entristecido. Y todo esto no lo digo por acusar a la naturaleza de ser causa de pecado -nunca se sabe - sino que lo digo para demostrar cómo la ira y la concupiscencia, que el Creador había unido al hombre para bien, parecen de alguna manera -a causa de la negligencia - ir contra la naturaleza, a partir de lo que es simplemente parte de la naturaleza del cuerpo. El movimiento del cuerpo fue dado por el Creador al hombre no para la fornicación, sino para la generación de sus hijos y la supervivencia de la especie. Y la reacción de la ira fue sembrada en nosotros para nuestra salvación, para que la accionáramos contra el mal, no para convertirnos en simples bestias contra el que pertenece a nuestra misma estirpe.

No es la naturaleza la pecadora, aunque hagamos un mal uso de nuestras potencias; tampoco deberemos acusar a quien nos ha plasmado; como tampoco al que nos ha dado el hierro para sus usos necesarios y ventajosos, si el que luego lo toma se sirve de él para matar. Hemos dicho todo esto para demostrar cómo el origen de la pasión por el amor al dinero no deriva de un movimiento natural, sino de una voluntad pésima y corrupta.

Este mal, cuando encuentra el alma tibia e incrédula, encontrándose ésta al principio de su alejamiento del mundo, le sugiere pretextos aparentemente razonables para retener alguna cosa más de lo que posee. Le hace imaginar al monje una larga vejez y enfermedades físicas, haciéndole calcular que lo que el convento podrá ofrecerle no será suficiente como para proporcionarle algún consuelo, no solamente a quien esté enfermo, sino a quien esté sano, e incluso que no le será posible obtener ninguno de esos cuidados que es justo administrar a los enfermos, sino que resultará en un abandono total, por lo que si no se ha puesto de lado algún dinerillo, allí se morirá como un miserable.

Finalmente, sugiere que ni siquiera es posible permanecer por largo tiempo en el monasterio, debido a la pesadez de los trabajos y a la severidad del superior. Cuando el mal haya seducido con estos pensamientos la mente, para hacerle retener por lo menos un dinerillo, convencerá al monje de la necesidad de aprender, a escondidas del abad, un trabajo manual con el cual aumentar el dinero por el que se preocupa. Y finalmente, con oscuras esperanzas, desvía al desventurado, haciéndolo pensar en una ganancia proveniente de su trabajo, y en el alivio y en la seguridad que de ello se desprende. Y así, luego de haberse entregado por entero al pensamiento de la ganancia, no medita en nada de lo equivocado: ni en la locura de la ira, cuando sufre por algún perjuicio, ni en la tiniebla de la tristeza en la que cae si pierde la posibilidad de obtener alguna ganancia. Así como para otros el estómago es dios, así el oro es el dios para éste. Por tanto, el bienaventurado Apóstol, conociendo todo esto, ha denominado a esta pasión no solamente la raíz de todos los males, sino también "idolatría." Consideremos pues a cuánta malicia este mal induce al hombre, que logra arrastrarlo incluso hasta la idolatría. De hecho, el que ama el dinero, ha apartado su intelecto del amor a Dios, y lo deposita en los ídolos del hombre esculpidos en oro.

Ante todos estos pensamientos, el cristiano se halla obnubilado, empeora cada vez más, y se aparta de la obediencia: además se irrita, se indigna contra todo aquello que cree no merecer, murmura por el trabajo que debe hacer, contradice, y puesto que ya no observa ningún sentido de respeto, se dirige como un caballo salvaje hacia el precipicio. No se conforma siquiera con el alimento cotidiano que recibe; por el contrario, asegura que no puede soportar más. Afirma que Dios no se encuentra solamente allí, que su salvación no está radicada allí, y que si no abandona el monasterio, se pierde. Y así, teniendo como colaborador de estos pensamientos corruptos al dinero que ha apartado, y gracias a éste, sintiéndose liviano como si tuviera alas, empieza a considerar salir del monasterio, para terminar sintiendo soberbia y aspereza hacia todo lo que ha profesado, como un forastero, un extranjero; y si ve en el monasterio algo que necesita ser corregido, lo descuida, lo desprecia, y critica todo lo que se hace. Luego, busca cualquier pretexto para encolerizarse o entristecerse, a fin de no parecer una persona ligera, que se va del monasterio por cualquier motivo. Y si, con insinuaciones y palabras vanas, puede engañar a alguien y hacerlo salir del monasterio, no se detiene ni siquiera frente a esto, pues quiere asociarlo en su caída.

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