viernes, 28 de junio de 2013

Scala Claustralium III

Ahora se pasa a la atenta meditación, que no se queda fuera, no permanece en la superficie, sino que da un paso más, penetra en el interior, escruta todo en detalle. Considera atentamente que no se dice: Bienaventurados los limpios de cuerpo, sino de corazón, porque no basta tener las manos limpias de malas acciones, si nuestra mente no está limpia de pensamientos impuros. Y esto lo confirma la autoridad del profeta que dice: ¿Quién subirá al monte del Señor? o ¿Quién habitará en su templo santo? El que tiene manos inocentes y puro corazón (Salm 23, 3-4).

Considera aun cuánto desease ese mismo profeta la pureza de corazón pues orando decía:

Crea en mí, oh Dios, un corazón puro (Salm 50, 12), y también: Si hubiera visto iniquidad en mi corazón, el Señor no me hubiera escuchado (Salm 65, 18).

Piensa cuán solicito era el bienaventurado Job en la custodia de su corazón cuando decía:

He hecho con mis ojos el pacto de no mirar a doncella alguna (Job 31, 1).

Mira qué violencia no se hacía este hombre santo que cerraba sus ojos para no mirar vanidad que tal vez, después de vista por imprudencia, pudiera involuntariamente desear. Después de haber considerado estas y otras cosas semejantes acerca de la pureza del corazón, la meditación empieza a pensar en el premio, o sea cuán glorioso y deleitable sea ver el rostro deseado del Señor, el más hermoso de entre los hijos de los hombres, no ya rechazado y despreciado, ni con la apariencia de la cual le revistió su madre la Sinagoga, sino con la estola de la inmortalidad y coronado con la diadema con la cual le coronó su Padre el día de la resurrección y de la gloria, día que hizo el Señor. Piensa que en aquella visión se tendrá aquella saciedad de la que dice el profeta: Me saciaré cuando aparezca tu gloria (Salm 16, 15).

¿Ves cuánto jugo brotó de un racimo de uva tan pequeño, cuánto fuego salió de esta chispa, cuánto se haya dilatado, bajo el yunque de la meditación, esta exigua masa de Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios (Mt 5, 8)? ¿Pero cuánto más se podría dilatar aún si se aplicara a ello uno más experto? Pues intuyo que el pozo es profundo, mas yo todavía soy un aprendiz sin experiencia y con dificultad he podido recoger estas pocas cosas.

Inflamada el alma por estas ascuas, estimulada por estos deseos, roto el alabastro empieza a presentir la suavidad del perfume, aún no por el gusto, sino como si dijéramos por el olfato y por él capta cuán dulce pueda ser tener experiencia de esta pureza, de la que ya por su meditación advierte llena de placer. ¿Pero qué puede hacer? Se quema por el deseo de poseerla, pero no encuentra en sí el modo de tenerla y cuanto más busca, más sed tiene. Mientras se entrega a la meditación conoce también el dolor, porque tiene sed de la dulzura que la meditación le muestra deba darse en la pureza de corazón, pero no se la da a gustar. Pues el sentir esta dulzura no es del que lee o medita, a no ser que se le conceda de lo alto. En efecto, leer y meditar es común tanto a los buenos como a los malos. Y los mismos filósofos paganos, por su razón, hallaron en qué consiste la esencia del verdadero bien. Mas, puesto que habiendo conocido a Dios no le dieron gloria como a Dios (Rm 1,21), y fiándose presuntuosamente de sus fuerzas decían: La lengua es nuestro fuerte, nuestros labios por nosotros, ¿quién va a ser nuestro amo? (Salm 11, 5), no merecieron recibir lo que pudieron ver. Se perdieron en la vanidad de sus pensamientos (Rm 1, 21), y toda su sabiduría fue inutilizada (Salm 106, 27), sabiduría que les venía del estudio de disciplinas humanas, no el espíritu de sabiduría, único que da la verdadera sabiduría, es decir, el conocimiento sabroso que alegra y recrea con un gusto inestimable al alma en la que se da. De esta sabiduría se dijo: La sabiduría no entrará en un espíritu malvado (Sb 1, 1).

Pues ella solamente procede de Dios. En efecto, el Señor ha concedido a muchos la tarea de bautizar, pero el poder y la autoridad de perdonar los pecados en el Bautismo se los ha reservado únicamente para él. Por eso Juan dijo bien de él distinguiendo: El es quien bautiza (Jn 1, 33).

Así lo mismo podemos decir de él: El es el que da sabor a la sabiduría y la hace gustosa al alma. La palabra se ofrece ciertamente a muchos, pero la sabiduría (del Espíritu) a pocos. Dios la distribuye a quien quiere y como quiere.

Carta de Guigues II, cartujo, a su amigo Gervasio, sobre la vida contemplativa

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