sábado, 13 de julio de 2013

De la vida antigua de san Enrique


Hoy recordamos al Emperador san Enrique II (973-1024), oblato benedictino. Fue un piadoso emperador, que colaboró en la reforma de la Iglesia, y que desempeñó un papel decisivo en la introducción del Filioque en el Credo, por el papa Benedicto VIII, que llevó al definitivo alejamiento de Oriente. De él leemos  este texto, de las crónicas imperiales alemanas.

El bienaventurado siervo de Dios, después de haber sido consagrado rey, no contento con las preocupaciones del gobierno temporal, queriendo llegar a la consecución de la corona de la inmortalidad, se propuso también trabajar en favor del supremo Rey, a quien servir es reinar. Para ello, se dedicó con suma diligencia al engrandecimiento del culto divino y comenzó a dotar y embellecer en gran manera las iglesias. Creó en su territorio el obispado de Bamberg, dedicado a los príncipes de los apóstoles, Pedro y Pablo, y al glorioso mártir san Jorge, y lo sometió con una jurisdicción especial a la santa Iglesia romana; con esta disposición, al mismo tiempo que reconocía el honor debido por disposición divina a la primera de las sedes, daba solidez a su fundación, al ponerla bajo tan excelso patrocinio.

Con el objeto de dar una muestra clara de la solicitud con que aquel bienaventurado varón proveyó a la paz y a la tranquilidad de su Iglesia recién fundada, con miras incluso a los tiempos posteriores, intercalamos aquí el testimonio de una carta suya:

«Enrique, rey por la gracia de Dios, a todos los hijos de la Iglesia, tanto presentes como futuros. Las saludables enseñanzas de la revelación divina nos instruyen y amonestan a que, dejando de lado los bienes temporales y posponiendo las satisfacciones terrenas, nos preocupemos por alcanzar las mansiones celestiales, que han de durar siempre. Porque la gloria presente, mientras se posee, es caduca y vana, a no ser que nos ayude en algún modo a pensar en la eternidad celestial. Pero la misericordia de Dios proveyó en esto una solución al género humano, dándonos la oportunidad de adquirir una porción de la patria celestial al precio de las posesiones humanas.

Por lo cual, Nos, teniendo en cuenta esta designación de Dios y conscientes de que la dignidad regia a que hemos sido elevados es un don gratuito de la divina misericordia, juzgamos oportuno no sólo ampliar las iglesias construidas por nuestros antecesores, sino también edificar otras nuevas, para mayor gloria de Dios, y honrarlas de buen grado con los dones que nos sugiere nuestra devoción. Y así, no queriendo prestar oídos sordos a los preceptos del Señor, sino con el deseo de aceptar con sumisión los consejos divinos, deseamos guardar en el cielo los tesoros que la divina generosidad nos ha otorgado, allí donde los ladrones no horadan ni roban, y donde no los corroen ni la polilla ni la herrumbre; de este modo, al recordar los bienes que vamos allí acumulando en el tiempo presente, nuestro corazón vive ya desde ahora en el cielo por el deseo y el amor.

Queremos, por tanto, que sea conocido de todos los fieles que hemos erigido en sede episcopal aquel lugar heredado de nuestros padres que tiene por nombre Bamberg, para que en dicho lugar se tenga siempre memoria de Nos y de nuestros antecesores, y se inmole continuamente la víctima saludable en provecho de todos los fieles que viven en la verdadera fe».

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