lunes, 29 de julio de 2013

La hospitalidad monástica


A todos los huéspedes que vienen al monasterio se les recibe como a Cristo, porque él dirá: fui forastero y me hospedasteis. A todos les darán el trato adecuado, sobre todo a los hermanos en la fe y a los extranjeros. Cuando se anuncie la llegada de un huésped acudan a su encuentro el superior y los hermanos con las mayores muestras de caridad. Primero orarán juntos, y así se hermanarán en la paz. Se darán el beso de paz después de haber orado, para evitar malas ilusiones. Muestren la mayor humildad al saludar a todos los huéspedes que llegan o se van: con la cabeza inclinada o postrando todo el cuerpo en tierra, adorando a Cristo en ellos, pues a él se le recibe.

Con estas palabras comienza el capítulo 53 de la Regla de San Benito, a propósito de los huéspedes que llegan al Monasterio. En la tradición monástica cristiana, éste es un aspecto fundamental. De ahí que se haya escogido el día de los santos hospederos del Señor, Lázaro, Marta y María, que hoy conmemoramos, como un día especialmente dedicado a considerar esta forma práctica de la caridad.


La hospitalidad monástica constituye en nuestro tiempo una oportunidad excepcional para la evangelización. Muchas personas, de las más diversas procedencias geográficas y espirituales, buscan en los monasterio remansos de paz. Por eso, los monjes no deben dejar pasar esta oportunidad de anunciar el Evangelio del Señor, agasajando en los huéspedes al mismo Cristo.

Marta y María acogieron a Jesús en su casa; tuvieron la suerte de convivir familiarmente con él; es más, Jesús mostró todo su cariño hacia esta familia, cuando Lázaro murió. La acogida de Betania es el modelo para los monjes de cómo han de acoger en el huésped al mismo Cristo. San Agustín hace el siguiente comentario:


El Señor fue recibido en calidad de huésped, él, que vino a su casa, y los suyos no lo recibieron; pero a cuantos lo recibieron, les da poder para ser hijos de Dios, adoptando a los siervos y convirtiéndolos en hermanos, redimiendo a los cautivos y convirtiéndolos en coherederos. Pero que nadie de vosotros diga: «Dichosos los que pudieron hospedar al Señor en su propia casa». No te sepa mal, no te quejes por haber nacido en un tiempo en que ya no puedes ver al Señor en carne y hueso; esto no te priva de aquel honor, ya que el mismo Señor afirma: Cada vez que lo hicisteis con uno de éstos, mis humildes hermanos, conmigo lo hicisteis.

Por lo demás, tú, Marta —dicho sea con tu venia, y bendita seas por tus buenos servicios—, buscas el descanso como recompensa de tu trabajo. Ahora estás ocupada en los mil detalles de tu servicio, quieres alimentar unos cuerpos que son mortales, aunque ciertamente son de santos; pero ¿por ventura, cuando llegues a la patria celestial, hallarás peregrinos a quienes hospedar, hambrientos con quienes partir tu pan, sedientos a quienes dar de beber, enfermos a quienes visitar, litigantes a quienes poner en paz, muertos a quienes enterrar?

Todo esto allí ya no existirá; allí sólo habrá lo que María ha elegido: allí seremos nosotros alimentados, no tendremos que alimentar a los demás. Por esto, allí alcanzará su plenitud y perfección lo que aquí ha elegido María, la que recogía las migajas de la mesa opulenta de la palabra del Señor. ¿Quieres saber lo que allí ocurrirá? Dice el mismo Señor, refiriéndose a sus siervos: Os aseguro que los hará sentar a la mesa y los irá sirviendo.

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