domingo, 27 de septiembre de 2015

Sed imitadores de Dios, como hijos queridos

Cuando en este mundo un alma ha sido consumida por el fuego divino, ablandada hasta la médula y plenamente licuada, ¿qué otra cosa queda por hacer sino proponerle lo que es la voluntad de Dios, lo bueno, lo que le agrada, lo perfecto como una fórmula de virtud a la que totalmente se atenga? Así como un metal licuado fácilmente se desliza a niveles inferiores hacia los que halla una vía expedita, así también el alma, en semejante estado, espontáneamente se somete a todo tipo de obediencia y gustosamente se inclina ante cualquier humillación acatando el orden de la divina dispensación.

Así pues, en este estado del alma se le propone el mismo modelo de humildad de Cristo. Por eso se le dice: Tened entre vosotros los sentimientos propios de Cristo Jesús. Él, a pesar de su condición divina, no hizo alarde de su categoría de Dios, sino que se rebajó hasta someterse incluso a la muerte y una muerte de cruz. Este es el modelo de la humildad de Cristo al que debe conformarse todo el que quiera alcanzar el grado supremo de la caridad consumada, ya que nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos.

Por tanto, escalaron las someras cimas de la caridad y se encuentran instalados ya en el cuarto grado de la caridad quienes están dispuestos a dar la vida por los amigos y están en situación de cumplir aquello del Apóstol: Sed imitadores de Dios, como hijos queridos.

En el tercer grado el alma se gloría en Dios, en el cuarto se humilla por Dios. En el tercer grado se configura según el modelo de la caridad divina, en el cuarto en cambio se configura según el modelo de la humildad cristiana. En el tercer grado en cierto modo muere en Dios, en el cuarto es como si resucitase en Cristo. Por eso, quien se encuentra en el cuarto grado puede decir con verdad: Vivo yo, pero no soy yo, es Cristo quien vive en mí. Este tal se convierte en una criatura nueva: Lo antiguo ha pasado, lo nuevo ha comenzado. Quien ha muerto a sí mismo en el tercer grado es como si en el cuarto resucitase de entre los muertos y ya no muere más; la muerte ya no tiene dominio sobre él, porque su vivir es un vivir para Dios.

Así que, en este grado, el alma se hace en cierto modo inmortal e impasible. ¿Cómo va a ser mortal si no puede morir? O ¿cómo puede morir si no es capaz de separarse de quien es la vida? De sobra sabemos de quién es esta afirmación: Yo soy el camino, y la verdad, y la vida. ¿Cómo, pues, va a morir el que es incapaz de separarse de él? ¿No da la impresión de ser en cierto modo impasible aquel que se muestra insensible a los daños que le causan, que se alegra ante cualquier injuria y acepta como un honor lo que se le hace con ánimo de fastidiarle, según aquella sentencia del Apóstol: Muy a gusto —dice— presumo de mis debilidades, porque así residirá en mí la fuerza de Cristo? Permanece en cierto modo impasible quien se complace en los sufrimientos y los ultrajes que se le infieren por causa de Cristo.

Ricardo de San Víctor
Tratado sobre los cuatro grados de la caridad violenta (42-45)

No hay comentarios:

Publicar un comentario